miércoles, 19 de enero de 2011

…Y te pareces a la palabra melancolía.



Puedo intuir que se llama Gabriela.
Lleva el pelo tintado de rojo y rondará los veintitantos. No es delgada, por lo que es de extrañar la forma en la que arquea su cuerpo al sentarse –parece que su columna vaya a romperse de un momento a otro, dando paso a un festín de vértebras que camparán a sus anchas por el local–. Sus piernas de movimiento perpetuo chocan incesantemente, en forma vertical, con el suelo de ébano y cenizas. Choques rápidos, fulminantes, choques que hacen que la suela de sus botas cobrizas se asemejen a una lija que atenta contra el parqué.

Debe de estar esperando a alguien.
Se presenta nerviosa, ha mordisqueado ya sus uñas –o más bien lo que pronto serán sus muñones– repetidas veces en la última media hora, rebuscando entre los restos de la zona cero algún pellejo más que llevarse a la boca, tanteando en busca del rastro de alguna uña que haya podido aguantar el primer asalto. Tampoco ha dejado de fumar, un cigarrillo tras otro. Uno tras otro, uno detrás del siguiente; dejando así un ambiente cargado en esta zona del bar que apesta.

Se permite el lujo de volver a mirar al reloj.
Tic- tac tic-tac. Suspira y resopla. Ahora repasa mentalmente unas palabras que lleva escritas en una pequeña y oscura libretita que ha vuelto a sacar del bolsillo exterior de su bolso. Vuelve a mirar al reloj, pero esta vez se fija en el de la pared. Para ello se incorpora, ha tenido casi levantarse, confirmando así mi sospecha: Gabriela no es alta, al igual que tampoco es delgada y el deslizamiento de su cuerpo produce un crujido del tablero del banco sobre el que descansa su lastre. Se ha fijado en el reloj que pende de la pared del fondo del local, cerca de donde las damas, los caballeros y también los que no lo son tanto pueden acceder a sus respectivos aseos o WC como se especifica en el cartel que los señala. Ese reloj es el que le dará la crónica horaria, confirmando así su temido presagio: sólo han pasado diez minutos más. Únicamente diez minutos desde la vez primera que se fijó en el tiempo. Suspira y resopla.

Pide un café.
Un café cortado, cortito de leche y con un sobrecito de azúcar moreno. Es la primera vez que la oigo hablar y su voz –que se pierde entre el jaleo propio de un pub a las siete de la tarde y una canción de Sabina– suena dulce como el sobrecito de azúcar moreno que ha pedido expresamente para su café, pero en ella capto un cierto acento extranjero. Sospecho que es sudamericana. No había caído en la cuenta de que su piel también es algo más oscura de lo habitual y por primera vez, veo su rostro completo y unos ojos brunos, sombríos, desafortunados, confusos… unos ojos que en cuestión de segundos pueden empezar a segregar lágrimas de lo más profundo de esa mujer, que se encuentra a no más de cinco metros de mí.

Y vuelve a cambiar de postura para adoptar esa tan fea en la que se arquea de forma inexplicable, y vuelve a sacar su pequeña y oscura libreta para repasar –esta vez en voz más alta– las palabras que había preparado, y vuelve a mirar al reloj, y vuelve a suspirar para luego resoplar; porque Gabriela lleva ya cincuenta minutos de espera.


sábado, 1 de enero de 2011

Uno de enero



Nada ha cambiado,
en el primer día del año
seguimos siendo los mismos,
dos extraños que
persiguen los mismos sueños,
y que acaso tienen más miedos
que antes,
pero no distintos.

No,
en el primer día del año
seguimos siendo un par de manzanas,
demasiado endurecidas para dejarse morder,
pero deseosas de que alguien lo haga.